LA SEVILLANA

Cuatro de los primeros habitantes de este sector de Ciudad del Bicentenario nos cuentan los orígenes de su comunidad, sus luchas por revertir una situación que no comenzó bien y cómo a punta de trabajo y organización, mantienen vivo el sueño junto con sus vecinos.

Los cuatro recuerdan el comienzo de una manera muy similar: la compra a una constructora poco conocida de un proyecto urbanístico -distinto del macroproyecto- que en los planos se veía espléndido, con iglesia, zonas verdes, andenes, una amplia calle de ingreso y otra de salida. 

Luego, al llegar por primera vez al lugar, les sorprendía el carácter rural del predio. “Esto era como una finca. Algunos vecinos cultivaban yuca, pochocho, ciruela y mango”, recuerda María del Rosario Beleño, la primera en mudarse a vivir. 

Su vecino Tomás Vélez, el segundo habitante del sector, recuerda que “había muchos palos de mango, se vivía sabroso. Lo malo era el transporte: nos íbamos por la trocha exponiéndonos a picaduras de culebras y a delincuentes”.

Este mundo era tan reciente que a María del Rosario la reconocían los ‘sparring’ de los buses de Bayunca, la única ruta que pasaba por la carretera del frente. “Cuando venía por La Castellana me gritaban –¡La viejita de la obra, paren! –; esperaban y me traían”, relata.

Durante la década pasada se dió la rápida urbanización de La Sevillana y de Villa de Aranjuez, aunque de modo muy distinto. En La Sevillana no había servicios públicos. Por encima suyo cruzaban cables de alta tensión, pero abajo había que iluminarse con velas. Luego algunos vecinos pusieron plantas eléctricas en sus casas hasta que llegó la electricidad.

“No teníamos agua y había que corretear a los carrotanques para que nos dieran un poquito o me iba a Flor del Campo con un tanque en cada mano; como estaba sola me tocó duro. Sólo estaban unas personas que vivían en una finca por allá y unos trabajadores. Lavaba la ropa en una poza de agua lluvia que tenía babillas”, cuenta María del Rosario.

Pasaron los años: de unas tres casas en 2009 se pasaron a varios cientos en la actualidad, una constante brega -que no acaba- por los servicios públicos, la resignación de muchos al ver que no iba a haber ni iglesia, ni parques y tampoco la doble vía de acceso y salida pues todo había sido loteado y vendido. Incluso enfrentamientos entre los mismos vecinos sobre a quién reclamar, cómo gestionar los problemas y el rumbo a seguir. 

Pero en medio de todo, también hubo avances, esperanza y buenas señales.

Ahora hay electricidad, pero varía el voltaje y hay una confrontación con la empresa de energía por la facturación. Hay agua, pero no alcantarillado. Las calles están sin pavimentar y a cada lluvia fuerte hay que estar pendiente de que no vaya a anegarse alguna casa.

Hace pocas semanas se eligió la primera Junta de Vivienda, un primer paso organizativo que les permite interactuar mejor interna y externamente. Por ejemplo, con las instituciones del Estado. La lista elegida combinó vecinos con posturas distintas, lo que permitiría una mejor coordinación. 

NOTA. Este artículo o los que se publiquen en adelante con la comunidad  de La Sevillana no busca detallar, incidir o argumentar sobre ningún litigio sino presentar la visión de los vecinos acerca de su pasado, presente y futuro a partir de sus propias voces, como es el propósito principal de esta publicación para todos los demás residentes y sectores de Ciudad del Bicentenario. Lo dicho por los vecinos, por tanto, representa su propia percepción y no equivale o avala ninguna postura institucional de Soy Bicentenario o de sus editores.

María del Rosario Beleño Flórez

Rosario trabaja vendiendo chance en un puesto móvil que pone en la vía principal: por las mañanas del lado de Villa de Aranjuez y en las tardes del lado de La Sevillana. Ahora todo el sector está lleno de casas, vida y pequeños comercios. Pero cuando llegó no había nada, salvo mucho monte.

“A Villa de Aranjuez lo vi crecer; había un vigilante que cuidaba y tenía su foquito allá, se paraba, miraba para mi lado y yo lo veía a él a lo lejos”, agrega María del Rosario, recordando aquellos primeros tiempos viviendo sola.

“Tengo el sentido de haber sido la primera en haber llegado a La Sevillana, pero fue por una necesidad urgente. Me hubiera gustado llegar cuando ya había luz y todo eso, pero como no tenía con qué seguir cancelando el arriendo en San José de los Campanos, me tocó venirme en esas condiciones”. Además se había endeudado para pagar el lote y luego para levantar la mediagua que tenía en obra negra. 

En aquellos tiempos se alumbraba con velas, pero el mayor problema era que tenía que cargar su máquina de chance -su modo de subsistencia- donde una amiga. 

De día había albañiles levantando las primeras casas, aunque nadie las habitara aún. En las mañanas, temprano, salía contenta para el mercado de Bazurto, donde trabajaba. Regresaba antes de caer el sol porque la mayor venta se hacía en la mañana, pero también porque tenía que cruzar el monte sola, así que prefería no hacerlo de noche.

“Por la pandemia eso se puso muy malo y de allá se murió una cantidad de amigos y clientes míos. Pero yo tenía que seguir devengando y me dije: –Bueno, voy a trabajar por mi casa–”.

Acá no le ha ido mal: se vende, pero igual le toca trabajar duro, más horas que en Bazurto. Hacia las nueve de la mañana abre su puesto; al mediodía va a almorzar, almuerza y descansa un poco en su casa y luego se ubica hasta las ocho de la noche frente a un local donde un buen vecino le abrió el espacio. 

“Doce años después nos fuimos organizando como vecinos. Ahora hay que pagar por una pileta, pero seguimos sin alcantarillado; el barrio está bonito. Aunque el año pasado me inundé porque el agua lluvia no tenía por donde correr y mi casa ha quedado bajita después de tanto rellenar la calle”. 

“Quiero seguir viviendo acá porque este es mi patrimonio; es lo único que tengo y por lo que tanto he luchado. Me siento orgullosa de mi casa y el sitio donde me pueden visitar mi hija y mis cuatro hermosos nietos. Eso me hace feliz”. 

Tomás Vélez Giménez

Casualmente Tomás Vélez Giménez, al que se reconoce como el segundo habitante del barrio, vive en el predio vecino al de Rosario. La vida lo ha llevado a convertirse en un emprendedor que combina la venta de bebidas y cerveza para consumo externo con fotocopias, videojuegos y algo de variedades.

Es cartagenero y trabaja desde los once años, “Estoy acostumbrado a echar para adelante. Llegué a La Sevillana cuando tenía veintiocho años, ahora tengo cuarenta. Compré confiando en los proyectos que ofrecían, no para tener tantos problemas. Era mi primera casa propia, una ilusión tremenda”. 

“Pasito a pasito fui haciendo la casita pero no nos mudamos enseguida. Luego llegué con mi señora y mis dos hijos, el menor de un mes y medio”. 

Tomás vendía arepas asadas y por la falta de transporte tenía que salir hasta la entrada de Colombiatón con un canasto de casi ochenta kilos al hombro; después tuvo un triciclo que debía impulsar en medio de las lomas del sector. Por eso hoy sufre de una hernia discal, que lo obliga a trabajos menos demandantes en lo físico.

“La policía no nos dejaba construir como queríamos; yo tenía una planta eléctrica para darle cuidados a mis hijos y también me correteaban por eso. Nos faltaba el agua y la luz; nos afectaba la lluvia. Tenía que trabajar como un burro para la gasolina de la planta eléctrica. Cuando pusieron la luz, montamos un negocio con un solo computador, porque por aquí no había internet; después pusimos la sala de ‘playstation’ y las gaseosas”. La mujer de Tomás es decoradora de bodas y con eso ayuda otro poco a la economía del hogar.

“Si este barrio no está bien es por la misma comunidad, porque tanto los comités como los vecinos no avanzan; si hubiera unión, sería mucho mejor. Con mi familia pudimos salir adelante y pa’ atrás ni para coger impulso. Yo no vendo mi casa. Lo único malo ahora es que no hay alcantarillado; con eso viviríamos elegante. Yo podría pavimentar el frente y me olvidaría del barro, pero para eso nos falta bastante”. 

Ruth María Yánez

Ruth María es de Villanueva, Bolívar, tiene casi sesenta años; lleva cuarenta y cinco viviendo en Cartagena, donde fue una de las vecinas fundadoras de San José de los Campanos, a donde llegó después de haber vivido en Junín, José Antonio Galán y el Líbano. Vendió su casa de allá para comprar en La Sevillana. Llegó con su esposo y dos nietos, pues sus hijos ya crecieron. 

“Vinimos y vimos que todo estaba trazado y estaban terraplenando las calles, le habían echado zahorra y había unas casitas de venta, compramos en diez millones de pesos el lote de siete por catorce metros, que me pareció barato. Duramos dos meses construyendo. Mi lote no lo revendieron, como los de otros compradores, porque yo construí enseguida. La casa ya tiene plafón y está lista para parar el cuarto”. 

“Acá llegamos familias humildes, todos somos compradores de buena fe, pero no nos cumplieron lo prometido. Con los años nos hemos acostumbrado a resolver el tema de los servicios. Yo nunca he ido a reclamar y a quienes sí han ido les dicen que van a hacer una cosa y otra, pero no pasa nada; la gente ya se cansó de las mentiras”.

“Aquí hay calles tan estrechas que no cabe un carro. Ha habido algunos avances que dan un poco de tranquilidad, pero lo importante es el alcantarillado y eso es lo más costoso de hacer. Entre la comunidad hemos ido resolviendo lo del agua; metimos tubos en Villas de Aranjuez, pero fue insuficiente. Los vecinos fueron a Acuacar a solicitar una pileta y es lo que está funcionando; pero se tiene que usar motobomba para jalar el agua. El agua es un servicio comunitario que se pagan dieciocho o veinte mil pesos, dependiendo del uso”. 

Como otros vecinos, Ruth María opina que no habría ningún problema en que las empresas de agua y luz facturaran el servicio casa por casa, pero cumpliendo su parte respectiva de equipos e infraestructura, que es lo que aún no ven. La propia comunidad ha pagado transformadores y parte de los postes de la energía.

“Entre vecinos realizamos actividades para compartir; estamos pendientes uno del otro, hay solidaridad. Aquí todos me conocen. Puede que en el futuro esto mejore. Varios propietarios han vendido por la misma desesperación de los servicios y muchos lotes tienen el cartel. Con mi esposo pensamos que si algún día vendemos, nos regresamos para nuestro pueblo, Villanueva”. 

Martha Reales

Martha es cartagenera, con estudios en enfermería y crecida en Olaya. Con el trabajo de su esposo como soldador durante la construcción de Reficar y el de ella, en la Clínica Cartagena del Mar, pudieron comprar dos lotes y construir la casa, para dejar de pagar arriendo y vivir los dos, ya que su hijo había hecho su carrera como policía y formado su propia familia.

“Uno se enamora de un proyecto así. Me pareció muy barato para todo lo que ofrecían, pero pensé que era por lo apartado que estaba de la ciudad, prácticamente estábamos en un pueblo. Pero nos metimos con nuestros sueños y ahorros de toda la vida. Algunos de afuera nos tratan de invasores, pero no lo somos. Fuimos compradores de buena fe”. “Es cierto que de la constructora nos prometieron los servicios públicos, el alcantarillado y no han cumplido porque todas las puertas se les cerraban. Nosotros también hemos gestionado y se nos han cerrado las puertas por el tema jurídico. Aquí hay más de cien personas a quienes no les entregaron sus lotes. Ya no queda espacio para construir iglesia, cancha o parque, todos esos lotes se vendieron. Los niños tienen que jugar en la calle. Nosotros teníamos dos vías de entrada, pero lotearon una y la vendieron”. 

Al principio le tocó luchar sola, porque su esposo pasaba trabajando. Invertían en materiales y albañiles sentían que la plata no estaba rindiendo. Un día su esposo le dijo –Tú ganas menos que yo, retírate de ese trabajo y hazte cargo de la obra; tienes que tirar lápiz porque si nos están dando duro en la cabeza eso es un dinero que nos va a quedar–. 

Luego volvió a tirar lápiz cuando regresó al trabajo en la clínica Cartagena del Mar: era mucho tiempo y transporte para el salario que ganaba. “Mi esposo tenía que salir con el marido de Ruth a esperarme en la carretera y era una odisea”. Desde entonces Martha vende cervezas en el lote esquinero que compró junto al de su casa pensando en ese negocio. 

“Aquí vivo contenta, a pesar de todo; mis vecinos son personas de bien, con sus altos y sus bajos; en la desesperación por el alcantarillado, a veces no pensamos en que vamos a perjudicar al otro echando rellenos en agua estancada, pero nadie quiere vivir así y se entiende. Igual, nos vamos a quedar hasta que Dios lo permita”.

“Yo le digo a Ruth -Si te chupaste las verdes, ahora te tocan las maduras– porque aspiro a que esto tiene que cambiar. Así como metimos el agua, la luz, el gas y el internet, se van a lograr más cosas. Si las cosas no se dieron por parte de la constructora, entonces tienen que darse por parte de la comunidad y el Distrito; yo sueño que mis tres nietos algún día vean las calles pavimentadas y con buena iluminación”.

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