Unas variedades que dan vida

Las tiendas misceláneas nos resuelven de todo en el barrio: los útiles escolares, los productos de aseo y belleza, la fotocopia de última hora y hasta las sillas para la fiesta infantil. Tres emprendedoras nos cuentan cómo comenzaron y evolucionaron sus negocios y si ven espacio para nuevas iniciativas así en Ciudad del Bicentenario. 

Candelaria Villas Casas

Fotografía y Proveedora Jireth

Es de Corozal (Sucre) y aunque no lo parezca tiene cincuenta y ocho años, siete hijos y veintiún nietos. Vivieron en barrios populares de Bogotá por veintitrés años y luego vinieron al barrio El Reposo, en Cartagena, hasta hace trece años, cuando llegaron a Ciudad del Bicentenario.

“Mi esposo es afanado, le gustan las cosas rápido: –Vamos, mija, a pasarnos el primero –me decía cuando nos entregaron la casa. Por eso fuimos los primeros habitantes en llegar al barrio, digan lo que digan. Estábamos tan emocionados que nos vinimos con todas nuestras cosas a las 2:50 de la mañana, cuando aquí no había nadie más”. 

Candelaria siempre ha sido una persona de negocios. En el colegio vendía dulce de mamón y de adolescente trabajó en un almacén de ropa. Tuvo varios emprendimientos, en particular uno que empezó muy bien pero que luego fracasó y la dejó con una deuda de veinte millones de pesos y reportada en Datacrédito, algo grave para ella, que ha sido una buena usuaria del sistema bancario, bajo el criterio de que hay deudas que son buenas si son para producir.

Fotos, sillas y maquillaje

“Cuando llegué al barrio, el gobierno mandó unas computadoras para cada casa. Yo pensé que ahí estaba el comienzo de un negocio de fotografía que había pensado. Con el cupo Brilla saqué la impresora. Así empezó mi venta de copias y servicio de fotografía; eso fue un boom porque aquí no había nada así. Fotografía y Proveedora Jireth tiene ese nombre porque Jehová me provee”.

Lo de proveedora es un buen nombre porque Candelaria va viendo dónde hay oportunidades y qué es lo que la gente necesita. “Si necesitan una nevera o un celular, se lo tenemos. Mi esposo tiene su propia clientela en El Milagro, El Reposo y otros sectores. Y yo tengo la mía acá”. 

En aquellos inicios, vendió carnes frías, suero y queso. No le resultó un buen negocio porque muchos no le pagaban, pero pudo saber quienes eran buenos clientes. “Quiere decir que no perdí, sino que aprendí del mercado”, concluye.

Más tarde, conoció a una consultora de Esika con quien aprendería el manejo de las ventas por catálogos. Al principio no le creía, pero cuando le explicaron quedó fascinada con los beneficios y empezó a vender los productos. Llenó sus vitrinas con los regalos que ganaba: ollas de presión, vajillas, licuadoras. Con esas ganancias reunió un capital que invirtió en sillas para alquilar. 

“Vi que aquí no alquilaban sillas para fiestas; entonces, compré cien para niños y adultos. Los fines de semana no queda ninguna disponible. Yo las alquilo más barato que en otros sitios, pero se comprometen a llevarlas y traerlas”. Alquila cada silla en setecientos pesos. Por lo general, los viernes se las llevan en grupos de cincuenta, treinta y veinte sillas; algunos se las llevan todas. A través de WhatsApp pública el servicio y en su negocio tiene un aviso. 

Reporte positivo

A punta de voluntad y valentía logró que una entidad le prestara un capital semilla de millón doscientos mil, cuando lo máximo eran cuatrocientos mil para quien tuviera buen perfil crediticio. Cuando los negocios empezaron a producir algo razonable pensó en liquidar aquella deuda reportada en Datacrédito y que le impedía activar un poco más los negocios. 

Tras seis años sin pagar, mediante una negociación logró que se la dejaran en apenas una fracción de lo que debía sumando capital e intereses. Pagó sus cuotas y hoy goza de una buena vida crediticia. 

Su energía es admirable y con ella ha logrado sostener otros negocios. Abrió dos salones de belleza; uno que se llama ‘Giovanna’ y otro que lleva su nombre. Uno está ubicado en Flor del Campo y allí las clientas son tratadas muy bien porque detectó la necesidad de un salón que al mismo tiempo fuera un lugar para tener un rato agradable. “Las señoras entran y se les da una revista, se les ofrece algo para tomar, hasta a veces se les brinda una copa de vino y se sienten halagadas. Además, el servicio es súper económico”. 

Como su casa está frente al colegio Gabriel García Márquez aprovecha para vender helados de mango biche para los estudiantes y café y desayunos desde que aclara el día. “Mi esposo y yo nos levantamos a las cuatro de la mañana para vender cinco termos de café diarios. Aquí llega el busetero, el que va en bicicleta, los profesores y vecinos”. Trabaja en el negocio hasta las cinco de la tarde, pero su jornada no para ahí porque entonces sube a su casa, en el segundo piso, y se dedica al aseo de su hogar. 

Un sueño con piscina

Además de su esposo, Wilfredo Taborda Taborda, también la apoyan sus hijos y dos vecinas que tiene contratadas. “A mí me ha ido muy bien en Ciudad del Bicentenario, pero todo depende de cada quien; cuando una persona es diligente y emprendedora, en donde esté le va bien”. 

Sus hijos han ido a la universidad: el mayor tiene cuarenta años, es administrador y se ha dedicado a los carros; otro terminó contaduría bilingüe y administración hotelera y el menor terminará contaduría pública en la del Sinú.

Este día de las Madres recibió de su esposo un regalo que la ilusiona y se le ha convertido en un nuevo reto: un lote en Turbaco donde poco a poco levantarán un hogar para pasar su vejez. “Yo sueño con una casa con piscina y un quiosco en el patio para que mi poco de nietos lleguen a bañarse”. 

Deylis Esther Padilla

Variedades Elivanis 

Deylis Esther Padilla vive hace trece años en Ciudad del Bicentenario, junto a su esposo y sus dos hijas. Entonces no tenían casa propia, pero un amigo les ofreció la suya para cuidarla. Cuando llegaron solo había cinco manzanas construidas. 

Luego con un simple celular y mucha voluntad de trabajo comenzó el variado negocio que hoy sostiene. “Mi esposo me compró pollo para vender, pero eso no me gustaba, hasta que un día le pedí que me comprara un teléfono”. 

En 2014, con una mesa en la calle, un celular muy básico, un tarrito de gomas Trululú y unos merengues, Deylis empezó su emprendimiento en la manzana 10. “Las personas se demoraban hasta treinta minutos en las llamadas y vi la necesidad de adquirir otro teléfono. Mi esposo me dijo que no tenía plata, pero le dije que si lo hacía, yo podría responder por la comida”. 

Luego llegó la vitrina que una amiga le vendió a cuotas; no tenía para comprarla enseguida ni para surtirla de productos, pero empezó. Compraba mecatos y todos los días abría su negocio. Después, con el dinero que su esposo le daba para el diario, compró peinillas, papel higiénico y toallas sanitarias. Invertía ese dinero para más tarde comprar comida con las ganancias del negocio. 

Cuando sus clientes empezaron a preguntarles por otros productos, ella supo que el negocio debía crecer. “‒Vecina, ¿tiene huevos? ¿Tiene café?‒: me daba pena no tener esas cosas, así que iba tomando nota. Pero yo no quería una tienda, sino una variedad”.

Luego, cuando su hija necesitaba libros para el colegio, pensó que sería mejor adquirir una fotocopiadora y ahorrar ese dinero. Así pudo incluir el servicio de fotocopias, la elaboración de hojas de vida, el servicio de escáner e impresiones de distintos documentos. Todo lo aprendió en el camino.

Hace dos meses vino la alegría de abrir en un sitio propio. En la anterior casa el negocio ocupaba la terraza y la sala. Para ir de un lado a otro debían pasar de lado. Ni siquiera tenían un comedor o un sofá. 

“Mi esposo hizo un préstamo y compró este terreno esquinero; arriba hice dos cuartos pequeños. Aquí tengo las variedades, pero también vendo queso, huevo, pollo; salchicha, yogures, carnes frías. Para proveer me visitan preventistas y también voy al abasto o al mercado”. 

Abre de lunes a sábado a las siete de la mañana y cierra entre las diez u once de la noche. Es una carrera contra el tiempo; su hija menor atiende mientras ella cocina y administra el negocio. Su hija mayor está en la universidad, pero es su mayor apoyo en el área de sistemas. “Los domingos abro a las dos de la tarde porque en la mañana vamos a la iglesia. Nosotros hacemos servicio en línea con personas de otros países, y aquí tenemos un grupo bíblico y de oración”. 

“Sé que todos nos afanamos por tener las cosas, pero también sé que lo voy a lograr con ayuda de Dios. Todos los días le pido ‒Señor, envía a las personas a mi negocio; dame la sabiduría, Padre. Hay cosas que de pronto no voy a entender, pero ayúdame‒”

Gilberto Chiquillo, su esposo, es docente de estadística, geometría y matemáticas en el colegio Flor del Campo. Se pagó parte de la carrera en la Universidad del Atlántico vendiendo plátanos, así que sabe cómo son las cosas. Deylis estudió enfermería y luego promoción social en el Colegio Mayor de Bolívar. Llevan juntos veinticinco años y dos hijas, de diecisiete y catorce años. 

A ellas las está criando para que sean independientes. “Les digo que cuando se vayan a casar, lo hagan con un hombre que les sume, porque yo me estoy esforzando para que ellas sigan adelante. No estoy de acuerdo con las mujeres que dicen que buscaron marido solo para que las mantenga”.

“Estoy agradecida con Dios, porque siempre quise mi casa propia; ahora me siento contenta y tranquila”. Deylis considera que en Ciudad del Bicentenario hacen falta muchos negocios, pero que es necesario que las personas construyan una mentalidad ganadora, que avancen y le apuesten a mejorar su calidad de vida. “Necesitamos personas que nos sumen, no que nos resten”. 

Agustina Borja Meléndez 

Agustina nació y vivió muchos años en Tolú Playa y hace veintidós vive en Cartagena. Ella, sus hijos y su esposo, llegaron hace trece años a Ciudad del Bicentenario por la reubicación de San Francisco. 

Su esposo vendía verduras en el mercado de Bazurto. Era un buen negocio, pero tuvo que dejarlo por problemas cardíacos que le impedían seguir haciendo grandes esfuerzos físicos. Por eso el hogar tuvo que replantear los ingresos. Su esposo organizó un negocio de cerveza que funciona los fines de semanas y Agustina puso el negocio de variedades, que ha ido creciendo. Es tan reciente que ni siquiera le ha puesto un nombre.

“Comencé hace cinco meses solo con los mecatos. Luego con un préstamo de ochenta mil pesos compré la chaza”. Su negocio abre temprano en las mañanas, cuando sus clientes llegan por las papeletas de café y el azúcar; también vende cubetas, bolis, gaseosas. “Lo que más se vende es el shampoo, gel, jabón de baño y de lavar, servilletas, pitillos y desodorante. Pero me falta comprar más cosas de variedades. A veces vienen preguntando por algo que no tengo”. Cree que le pueden funcionar los aretes, cadenas y otros accesorios. 

De lunes a viernes cierra a las ocho y media o nueve de la noche. “Cuando ven la puerta cerrada y los focos apagados saben que ya no atendemos”. Los sábados y domingos le toca hasta medianoche, por la venta de cerveza. 

Su hija la ayuda yendo al mercado y algunas veces ella misma va a los abastos de Colombiatón y Flor del Campo para surtir su negocio. “Desde que puse mi negocito todo ha cambiado. Esto es una ayuda, mi esposo vende sus cervezas y yo mi variedad. Además, me entretengo y ocupo el día”. 

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