Empleo en Bicentenario: Tres sueños cumplidos

Para conseguir empleo en Cartagena no basta con las ganas. Hay que pedalear, esperar, adaptarse a lo que pide el mercado laboral y apoyarse en las oportunidades de guía y formación que van surgiendo. Tres vecinos nos cuentan su historia hasta conseguir un empleo formal.

Todos han pasado por los programas de la Fundación Santo Domingo, que desde 2014 ha contribuido en la colocación laboral de más de dos mil vecinos del barrio. Aunque es un gran logro, desde el equipo de trabajo son conscientes de los alcances que tiene su esfuerzo.

“Nuestra labor es acercar a la comunidad a las oportunidades laborales y llevarlos a las entrevistas, pero al final el proceso sólo depende de ellos. Por eso antes de enviar a una persona para ser entrevistada tenemos que estar seguros de que cumple a cabalidad con un perfil integral que pidió la entidad; no podemos enviar a un candidato que no se ajuste a lo solicitado. Para prepararlos a superar los vacíos creamos la Metodología de Habilidades Sociales. Les enseñamos desde hacer la hoja de vida porque hemos visto casos en los que acuden a un negocio de internet, copian una y resulta ser igual a la de otra persona”, nos dice Freddy Anaya.

Aleida Navarro Méndez

Aleida llegó hace veinte años a Cartagena como desplazada desde Convención, en el Norte de Santander. La mitad de ese tiempo lo vivió en arriendo o donde un familiar. La otra mitad, en Ciudad del Bicentenario, donde fue beneficiada con una casa de Corvivienda. 

“Tener un techo es una gran bendición, tengo tres hijos y soy sola, entonces no era fácil pagar arriendo y andaba de un lado a otro”. Pero una cosa era el techo y otra, el trabajo. O mejor, la falta de él. Aleida pasó las duras y las maduras para llevar el sustento a su casa.

“Las dos veces que me he acercado a la Fundación Santo Domingo he sido bendecida. La primera fue con un empleo que obtuve en el 2015. Era con la empresa Fuller para hacer aseos de los apartamentos que iban a entregar a sus dueños en un edificio de Bocagrande. Fueron siete meses hasta que terminó ese contrato”, relata Aleida.

Desempleada otra vez y al vaivén de los ingresos, pasó el tiempo y llegó 2019. Pero esta vez el premio fue doble.

“Un día cualquiera estaba desesperada porque andaba sin empleo, con hijos estudiando, pagando la alimentación y los servicios, fui a la fundación y me inscribí en los programas, me preparé, hice cursos y talleres de cómo hacer una hoja de vida, una presentación o una entrevista, cómo debía ir vestida y otras cosas que me ayudaron muchísimo. Ahí salí beneficiada con el empleo que tengo actualmente y que ha mejorado mucho mi situación económica”. 

El empleo le vino con premio adicional: era aquí mismo, en Ciudad del Bicentenario, lo que ahorra tiempos de desplazamiento y el costo del transporte. Trabaja en servicios generales en Parques de Bolívar. Los contratos son mediante una bolsa de empleo, de carácter anual que le han ido renovando y espera que siga así, con la ayuda de sus jefes, que le han tomado mucho aprecio. “Si me siguen llamando es porque están contentos con mi trabajo”, dice.

Entretanto sus dos hijos menores, Julio Andrés, de diecinueve años y Andres Julián, a punto de cumplir dieciocho, terminaron su bachillerato y están estudiando en el SENA. Su hija mayor, Nataly, de veintinueve, la convirtió en abuela: “como fui madre tan joven esta etapa de los nietos es donde una se siente que es la abuela más ‘chocha’”. 

Aleida se casó a los dieciséis años, en un matrimonio que duró veinte años. “En ese entonces mis ganas eran de seguir adelante, ser alguien en la vida, estudiar una carrera, pero él era una persona totalmente enfrascada en el machismo y nunca me dejó estudiar. Entonces me dediqué a ser ama de casa y sacar mis hijos adelante”. 

Ahora, con los hijos crecidos, la casa propia y un empleo estable, su vida tiene un nuevo escenario. La vida es un poco más amable con ella y puede llevar su día a día con menos presiones que antes: “En Bicentenario me siento bendecida porque me he rodeado de gente buena y de ángeles que me han ayudado a tocar puertas y salir adelante”, dice, siempre con una sonrisa y un don de gentes particular.

Oscar Enrique Sayas Licona

Con seis hijos y una esposa que dependen de su trabajo, Oscar Sayas no tenía opción: tenía que conseguir un empleo o una ocupación que le permitiera unos ingresos estables. A Ciudad del Bicentenario llegaron desde el barrio San Francisco hace ocho años a la manzana 79, de las casas de dos pisos

“Si estás desempleado, como yo lo estaba, hay que aprovechar el tiempo: ya que no estás haciendo nada, tienes que dedicarte al estudio y las capacitaciones que te ofrecen. Yo vi la oportunidad y supe aprovecharla; cuando te brindan la mano y no la sabes coger te va mal, pero si la sabes aprovechar te va bien ante los ojos de Dios y de la gente”, nos explica por teléfono en una pausa de su trabajo.

“Aproveche los cursos como jardines verticales, mampostería, estructuras en hierro y concreto, con certificaciones por medio del SENA y la Fundación Santo Domingo. El último que hice fue el de piscina y salvamento acuático”. Y en esta área fue que le salió trabajo.

El caso de Óscar da un ejemplo de lo que está ocurriendo con frecuencia: los intereses y capacitaciones pueden ir por un lado, pero el mercado laboral va por otro. En este caso la creciente presencia de conjuntos cerrados de vivienda en la ciudad, hace cada vez más frecuente la contratación de piscineros -obligatorios para los conjuntos que tienen piscina- y también de jardineros para mantener las áreas comunes. 

“La fundación me mandó a otras opciones a las que apliqué, pasé todas las pruebas que me hicieron y aquí estoy en una de ellas. Estoy trabajando por los lados del Campestre en un conjunto de cuatro edificios que se llama Puntalta Altofaro”, explica.

Óscar sale de la casa a las siete de la mañana para llegar a las ocho y treinta al trabajo. Una particularidad es que siempre le toca turno los fines de semana, pues es cuando más se utiliza la piscina. Descansa los lunes, cuando se le hace mantenimiento. Está de regreso a su casa hacia las seis de la tarde.

“Me ha ido excelente, gracias a Dios. Mientras uno sea buen trabajador y lleve orden en todo lo que haya que hacer en el trabajo, no tienes problemas”, nos dice. Su contrato es fijo y ahora está pendiente de que le den vacaciones, como corresponde tras haber cumplido el primer año.

Lina Marcela Escobar

Lina se define como chocoana-cartagenera, pues vive acá desde los ocho años, cuando el conflicto sacó a su familia de su Riosucio natal. Hoy tiene treinta y tres años, tres hijos y como esposo a Hamilton Córdoba Chaverra, un chocoano como lo quería su mamá, pero al que conoció de casualidad en Cartagena. Llegaron hace ocho años a las torres de Ciudad del Bicentenario.

Antes de llegar aquí no había tenido necesidad de buscar un empleo formal pues su mamá era una mujer emprendedora y echada para adelante que se ideaba diversas iniciativas. El último fue un restaurante, que cerró cuando enfermó. Su esposo trabajaba en la clínica Cartagena del Mar, pero se le acabó el contrato casi al mismo tiempo de mudarse a Ciudad del Bicentenario.

“Cada vez que hablo de cómo conseguí mi trabajo me da mucha nostalgia. Una de las bases fundamentales que me impulsó fue el ejemplo de mi madre, que es una mujer guerrera. Después que nos mudamos me dije –Tengo que conseguir un empleo por mi hijo pequeño y porque el marido mío no tiene un trabajo estable–”. 

“Viendo las necesidades, tenía que superarme. Para comenzar, en ese tiempo yo no era bachiller y por eso me ponían peros. Lo validé en Olaya en un año porque solo me faltaba el último grado”. Me hablaron de la Fundación Santo Domingo y sabía que ahí ayudan. Me fui directamente para allá, hablé de mi caso y me capacitaron con cursos de manipulación de alimentos o habilidades blandas, entre otros que me recomendaban allá”. 

“Desde que me mude pasaron como tres o cuatro años para conseguir un empleo; pero si uno persevera alcanza y si uno tiene algo para llenar su hoja de vida y hay que cumplirlo y hacer las cosas bien”. 

De pronto un día la llamaron de la fundación: –Lina, ¿tienes el cartón de las vacunas?–. Ella les dijo que sí. –Bueno, ponte pilas que te van a llamar–. “Y yo con el teléfono en la mano y cuando me llamaron fue la felicidad total en mi casa porque cada vez que regresaba de una entrevista mis niños me decían –Mami, ¿te escogieron?–. Y yo les decía que eso no era así y que esperaran, pero ellos siempre estaban pendientes”. 

“Cuando uno lucha por una cosa y a veces no se le da, uno se desmotiva, pero eso le da más fuerza para seguir adelante. A veces me decían –Ay Lina tanta hoja de vida que mete y aun no le ha salido–. Yo les respondía –Hay que meterlas porque es mejor tener la esperanza que vivir sin ella–”.

“Tengo tres meses de estar en este trabajo, pero me siento orgullosa porque el que persevera alcanza. Tanto tiempo que luché para conseguir ese empleo; estaba pasando por un momento de mi vida caótico y mi madre me decía: –Mija, no se preocupe que el tiempo de Dios es perfecto, y de pronto no le ha salido porque sus hijos están pequeños y aún la necesitan–”. 

Actualmente Lina es operaria de aseo en Institución Educativa Rosedal, que gestiona el Minuto de Dios. Comenzó trabajando en los bloques de salones, pero la ascendieron a oficinas. Para llegar allá debe tomar dos transportes: a las cinco y media de la mañana una moto hasta la rotonda de El Pozón y de ahí otro transporte hasta el colegio. Y lo mismo al regreso.

“A mis vecinos preocupados por el empleo les diría que nunca se rindan porque a veces si uno no termina las metas quedan las dudas de –Ay, mira que pude hacer esto y no lo hice–. Entonces les digo que se llenen más de esperanza y se motiven que los sueños hay que hacerlos realidad”. 

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