LA “SEÑO” ISABEL

A Isabel Zúñiga Ospina nadie le va a quitar el honor de ser la primera persona que recibió las llaves de su casa en Ciudad del Bicentenario. La primera de miles que ya están y muchos que hacen falta por llegar. Siempre estará en el recuerdo de infinidad de alumnos que la llaman “la seño Isabel”, ese título de prestigio que en Cartagena les damos a las buenas profesoras.

Nació en el barrio Daniel Lemaitre, hija de una familia muy unida con la que pasó una infancia bonita. Cuando cumplió los quince se fue a vivir con una tía en Astrea, Cesar. Allá le cambió para siempre la vida por una circunstancia buena y otra muy mala. La buena fue conocer a Luis Alberto García Ortiz, su marido y el papá de sus tres hijos.

“Estando allá los paramilitares querían apoderarse de la finca de mi suegra, con quien estábamos cuando nos juntamos con Luis Alberto. Ellos vivían de los animalitos. A mí me gustó mucho, vivíamos bien porque había de todo, y como mi marido era el que ordeñaba y hacía labores de campo no nos faltaba el alimento de la propia tierra. Pero, al final, a punta de amenazas, obligaron a la suegra a desocupar para comprarle la tierra”.

“Entonces yo le dije a él: ‘Tenemos que irnos para Cartagena, donde vive mi mamá’. Yo tenía tiempo de no venir. Al final nos fuimos para La Boquilla, donde unos familiares de él. Pasamos trabajos porque yo estaba embarazada de mi primer hijo, Duván Alberto. A mi marido le tocó atender como mesero, ayudaba en los kioscos y le daban cualquier cosita, no un sueldo… a veces cinco mil o diez mil pesos, que no era mucha plata. Estuvimos bastante tiempo ahí. Después decidimos irnos a Lemaitre. Nos tocó alquilar una pieza por días”.

Una casa inesperada

“Estando allá me dijeron que los desplazados teníamos muchas oportunidades, que fuéramos a unas oficinas en el Centro. Allá firmé todos los papeles necesarios. La promesa era que nos iban a dar un mercado. Teníamos que levantarnos a las dos o tres de la mañana y prácticamente acabar de dormir en la fila. A veces se desordenaba todo eso y terminábamos de últimos para no recibir empujones. Mi marido me acompañaba a todo porque yo no podía coger tanto peso por el embarazo. Debíamos llevar un saco para recoger ese mercado. Nos daban hasta la plata para transportarnos. Cuando lo recibíamos, gloria a Dios, lo llevábamos a la piecita donde estábamos durmiendo bastante mal en una colchoneta, tirados en el piso”.

“Después nació el bebé. Alberto salía a rebuscarse en albañilería o en otras cosas. Ahí en esa piecita me embaracé de mi segundo hijo, Luis David. Entonces hubo una propuesta para mi marido, pero en Bogotá. Toco prestar plata para el tiquete, pero él viajó porque ya eran dos hijos”.

“Mientras tanto empecé con el apoyo escolar para los niños. En Lemaitre puse un anuncio en una cartulina y comencé a dar clases. Mientras tanto, en Bogotá, mi marido se puso a hacer travesuras”. “Estaba en todo eso, intentando salir sola adelante con mis hijitos, cuando un día me entró una llamada. Me avisaban que teníamos derecho a una casa.

Con eso me dieron una bendición grandísima porque ya no teníamos que pagar arriendo sino que todo lo que ganábamos era para comer y atender a los niños”.

“Entonces nos llamaron para unas clases en El Bosque sobre cómo comportarnos y otras cosas útiles para vivir en comunidad. Hasta nos dieron un curso de albañilería para mejorar las casitas. Yo siempre asistía puntualita, dejaba lo que fuera para ir”.

“De la Fundación nos trajeron para mirar las tierras y los avances. Esto era un inmenso lote casi vacío. Con unos carros grandes y otra maquinaria estaban desmontando y aplanando. Esa vez nos dijeron que solo estaban haciendo una muestra y era apenas la primera casa. Mientras observaba me decía: ‘esto está demorado’. Después empezaron a construir bastante rápido. Nosotros veníamos cada rato a mirar. Cuando menos pensé había un montón de casas construidas; en obra negra, pero ya se veían. Pensaba: ‘no importa que me la entreguen así. Yo lo que quiero es mi casa, así no le hagan nada más, porque con el tiempo le voy haciendo las mejoras’”.

¡Yo, yo, yo!

“Un día nos citaron porque nos iban a entregar las casitas. La carretera ya estaba hecha y también algunas casas amarillas. No sabíamos cuál era la nuestra porque todas eran iguales. Ese día iba a venir el presidente, pero no pudo, no sé qué pasó. Entonces la gente de la prensa necesitaba entrevistar a algunos de nosotros. ¿Quién va a hablar para la televisión? Yo, toda alegre, dije ‘¡yo, yo, yo!’. Estaba tan entusiasmada con tener rápido mi casa que quería contárselo a todo el mundo. En la entrevista dije que estaba contenta porque ya no tenía que pagar arriendo, que esto era muy grande para mí. Al final agregué: ‘ah, y yo soy profesora, me gusta enseñar’”.

“Eran tres manzanas al comienzo. La casa por dentro estaba en bloque, sin repellar. El frente sí estaba repellado y pintado de amarillo. La cocina tenía su hornilla. Me amoldé rapidito porque encontré buenas amistades. Había una unión bonita con los vecinos que se iban mudando. ‘Ajá, que tú vives aquí, el sábado que viene lo inauguramos’, ‘ay, el gas no me lo han puesto’, ‘yo sí tengo, ven a cocinar acá’. Si alguien decía ‘no me funciona’, había otro vecino que ayudaba. Esos primeros días fueron de mucha colaboración”.

“Todavía somos muy alegres. Cualquier cosa es una fiesta que se hace en toda la calle. Colaboramos entre todos. De esos primeros vecinos, algunos pocos murieron y cada vez nos da muy duro. Ya tenemos doce años acá. Ahora sí es la Ciudad del Bicentenario, pues está todo andando y está bien poblada”.

“El primer despertar en casa propia fue muy emocionante. Afortunadamente la casa me sirvió también para mi trabajo. En la sala tenía el salón con los alumnos y con mis dos hijos vivíamos en los dos cuartos. Luego llegó el marido a pedirme disculpas, que iba a responder por ellos. También fue una bendición para él ver que ya teníamos la casa. Me dijo: ‘yo ahora voy a trabajar para ayudarte’”.

“Un cuñado que sabe de construcción me ayudó con el segundo piso. Me dijo que sabía lo que yo había luchado.

Me cobró barato y me fue haciendo las columnas poco a poco. Los bloques fueron de segunda y el techo también. Cuando llueve se entra el agua un poquito. Me toca estar echándole el impermeabilizante. La fachada está maluquita, necesita pintura”.

“Cuando llegué nos dieron un empujoncito aquí en Bicentenario. Siempre había cursos y preguntaron por los que tenían vocación para enseñar. Eran unos cursos en la Iglesia. Primero recibí el diploma de bachiller, que hicimos por ciclos. Luego recibí el de licenciatura en Filosofía y Ciencias Religiosas”.

A regresar

“Mi hijo mayor, Duván Alberto, tiene veintiún años. Estudia Administración de Empresas con una beca en la Universidad Tecnológica de Bolívar. Luis David tiene dieciocho años. También estaba estudiando Administración de Empresas, dizque para administrar los negocios de la mamá.

“Llevo afuera apenas unos tres meses y ya estoy que me regreso”.

Estaba en la Universidad del Sinú pero me tocó sacarlo por el tema del covid y por ahora está en el Sena. El tercero es Yorgen Alberto, que tiene catorce años”.

“Hace poco me mudé porque me dije: ‘vamos a darle espacio a los muchachos’. Alquilé en Daniel Lemaitre. Ahora me levanto a las tres de la mañana porque mientras organizo todo y pongo el desayuno de los hijos me dan las cinco de la mañana y a esa hora tengo que venir a Bicentenario. Se me va una plata en el transporte.

A mis hijos les hace falta el barrio, ellos se acostumbraron aquí a sus amistades, me toca estar trayéndolos cada ratico, sobre todo al más pequeño. Estaba en bachillerato en el Clemente Manuel Zabala, pero me tocó pasarlo para la Institución Educativa Santa María. Le dolió dejar su colegio porque llevaba años acá. Me dice: ‘mamá, allá es donde tengo mis amigos, estoy aburrido’. Cuando regrese ya me voy a quedar definitivamente en Bicentenario”.

Posted in

Bicentenario

Leave a Comment