JESÚS DAVID POLO

Es el 10 de junio de 2010. Un niño de nueve años viaja con su mamá en la parte delantera de una camioneta que lleva medio trasteo atrás. Están saliendo del barrio La María, donde han vivido en alquiler los últimos seis años. Jesús no sabe hacia dónde van. Pasan la Terminal y ve que siguen andando por la carretera. Empieza a preguntarse si acaso no se irán a vivir a Montería, donde la abuela Rosa. En realidad va a convertirse en un líder juvenil de su nuevo barrio, pero eso aún no lo sabe. Ni se imagina lo que viene para su vida y la de su familia.

“¿Que cómo llegamos acá? Resulta que mi mamá estaba haciendo todo el papeleo para los reubicados de la ola invernal, porque se estaban cayendo las lomas en San Francisco. Aunque estábamos más allá, en La María, también nos vimos afectados. Era un sueño tener casa propia. Y se nos dio. Fuimos muy felices el día que nos avisaron. Esa noche mi mamá salió al culto a orar y agradecer”.

“Para el día del trasteo, mi bisabuelo consiguió una camioneta. Montamos nuestras cosas y luego nos embarcamos todos. Vinimos apenas con la mitad de lo que teníamos en la casa. Cuando íbamos llegando, vimos que la entrada al barrio por Colombiatón era una calle totalmente destapada. Íbamos en ese carro como saltando y me preguntaba: ‘¿Pa’ dónde es que voy, hombre?’”.

“Llegamos como a las once de la mañana y confundimos nuestra casa. Es que en esta calle había solo casas de un mismo
color, todas amarillas y con la misma estructura del extractor de aire arriba. ¿Cómo íbamos a reconocer la nuestra?

Era una incertidumbre. Me dije: ‘¡Hombe, yo nunca voy a salir de mi casa porque me voy a perder!’. Y le dije a mi mamá: ‘Oye, ¿a dónde es que nos vinimos?”.

“Los grandes se fueron a hacer el otro viaje del trasteo y, llegaban, nosotros aguantábamos el calor. No había un solo árbol. Aquí da de frente el sol en la mañana. Esa noche dormimos sobre colchones tirados en el piso. Llegamos bastante cansados del trasteo y no queríamos salir a nada”.


“Al otro día salimos a caminar con mis padres para ver qué había: algunas casas por allá atrás, pero eran
de otros colores y formas. Y casi todo estaba vacío, ¡vacío… vacío! De aquella calle para allá, hacia el
fondo, tampoco había casas, ni una sola. Eso era un campo. Eran tiempos de lluvias y la crecida del
agua nos llegaba hasta la terraza. Todavía el desagüe no estaba bien hecho. Había muchas cosas
por trabajar. Veíamos personas construyendo más casas. Aquí en las esquinas tenían unos
aparatos para doblar las varillas y hacer las columnas”.

¿Y quien será?

“Por aquellos días fue muy chévere imaginarme qué tipo de vecinos iba a tener; que llegaran personas y nos dijéramos: ‘¿quién será? ‘De pronto entre la nueva gente viene un amiguito o una amiguita’. Pero mientras llegaban, aprovechaba que había mucho espacio para salir a jugar con mi hermano José Ángel. Éramos solamente los dos. Mi mamá vivió todo el proceso del tercer embarazo acá. Mi hermano Josué va a cumplir los diez años en octubre. En la calle donde vivíamos en La María frente a mi casa cruzaba mucho carro pesado,pero acá la calle es pequeña, así que teníamos mucha libertad para salir a jugar”.


“Yo tenía una bicicleta. Siempre lo resolvía todo en el barrio pedaleando. Pasaba por otras calles a ver si ya se había mudado más gente. Cuando comenzaron a hacerse otras casas también me paseaba bastante por enfrente. Nunca imaginé que el barrio fuera a tomar la cara tan bonita que tiene ahora porque yo veía todo un poco gris y monótono”.

“Terminé quinto de primaria y acá no había ningún colegio. El más cercano era el Colegio Dios es Amor, en Villa Estrella, donde conseguimos cupo para los dos. En 2013 empezaron a entrar al barrio las busetas de Constransur y empezamos a irnos ahí. Yo tenía que estar muy pendiente de José Ángel. Fue una responsabilidad bien fuerte”.

“Mi mamá, Olga Espitia Zabaleta, casi siempre ha sido ama de casa. Cuando era niño ella trabajaba cocinando o haciendo el aseo y yo la acompañaba. Tengo escasos recuerdos de eso. Es una experta administrando el dinero: sí que lo ha hecho rendir. Hemos podido estar mal económicamente, pero siempre hemos tenido las tres comidas en la mesa. Al principio, cuando nos mudamos, ella vendía desayunos y fritos. Tiene una sazón muy rica, siempre se le vendía todo. Pero luego se fue desanimando y lo dejó. Con eso nos ayudamos bastante. Luego vendimos hielo, bolis y paleticas. También tuvimos un negocio de minutos, como por dos años”.

“Mi papá es carpintero. Se llama Roberto Carlos Polo Hoyos Tiene más de veinte años de profesión. Le ha ido bastante bien porque trabaja con calidad y materiales de primera clase”.

“Mi abuela iba y venía mucho de Montería. Como siempre estaba en chequeos médicos y las citas eran para un mes adelante o cosas así, ella prefería quedarse ese tiempo con nosotros para no gastar dinero en pasajes. Era muy relativo: a veces dos semanas, alguna vez hasta cuatro meses. Aquí tenía su máquina de coser y arreglaba jeans y ropa y con eso también nos ayudábamos un poco”.

Sueños, arte y cultura

“Mi colegio era por las mañanas. De la Fundación siempre pasaban llamando a los niños para actividades en las tardes y yo: ‘Sí, chévere, vamos’. Típico pelado desocupado. Terminaba rápido mis responsabilidades escolares y me iba, a veces toda la tarde para la Fundación. Ahí conocí personas mayores y simpaticé con ellos: ‘Ajá que tú dónde vives’ y me acompañaban hasta mi casa.

“De pronto ya conocía a muchas personas, en otras manzanas más allá de mi calle. Empecé a ver cómo lideraban y me empezó a interesar mucho el trabajo comunitario”.

“Eso fue más o menos para el 2014 o 2015. Tenía catorce años. Fue cuando comenzamos con el grupo juvenil. Al principio éramos como veinte pelados. Ahí sí terminé de conocerme con todo el mundo. En la Fundación ofrecían varios cursos, pero yo estaba haciendo la media técnica en el colegio en algo que me gustaba mucho. Había varios comités y me metí en el de tecnología, pero apoyaba mucho el de Ambiente; yo estaba en cualquier actividad que fuera de ambiente”.

“Con el grupo juvenil debíamos crear nuestras propias actividades que fueran acordes con alguno de los otros comités. Entonces con Sergio Ortega, que era uno de mis mejores amigos, trabajamos muchísimo. Ahí nacieron un montón de actividades muy chéveres: tardes de cine, lúdicas o de pintura. A veces yo me iba de aquí a las dos de la tarde y llegaba a las ocho de la noche; a veces hasta las once de la noche y al día siguiente teníamos que estar a las siete para terminar algo”.

“Del grupo juvenil nació la Casa Cultural Sueños, Arte y Cultura, un proyecto en el que nos metimos porque queríamos algo nuestro, independiente de la Fundación. Ganamos varias convocatorias. Yo los sigo en sus redes sociales y es muy chévere ver cómo el proyecto sigue avanzando”.


“Mi mamá estaba orgullosa de ese trabajo con la comunidad. Quizás yo también valoraba lo de conocer personas, pero también sentirme líder o saber que estaba haciendo algo bueno. Se sentía muy bien. Así duré casi tres años, como hasta los dieciocho, pero empecé la universidad y desde entonces tuve menos tiempo”.

Una nueva vida

“Siempre he sido buen estudiante. Hice dos carreras técnicas: una en mantenimiento y reparación de computadores y otra en instalación de redes de computadores. Ahora estoy terminando la carrera profesional de Ingeniería Informática en la Universidad Autónoma de Nariño. Me gustaría mucho ser profesor de lo que estudio”.

“En la casa hemos crecido y soñamos con levantar un segundo piso, bien organizado para que cada uno tenga su cuarto y su propio espacio. A veces pienso que pronto voy a comenzar a trabajar y que algún día me tendré que ir. Me pregunto cómo será. Me da algo de miedo, pero también me emociona la idea de construir por fuera algo propio, como hicimos aquí. Me entra la nostalgia de pensar en este barrio que me vio crecer, que me ayudó bastante porque de aquí saldré siendo otra persona. Quien soy ahora tiene mucho de Bicentenario”.

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Bicentenario

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