Así se fundó este barrio

Las casas de un piso fueron la génesis de un macroproyecto en el que hoy viven siete mil hogares y que serán muchísimos otros en los próximos años. A las familias que llegaron allí les tocó un mundo nuevo, en el que casi todo estaba por hacer. Hablamos con algunos de esos pioneros.

Ahora hay muchos árboles, sobre todo mangos, sembrados de cada lado de las calles. En algunas se alcanza a formar un túnel sombreado y muy bonito. La mayoría de casas tienen su terraza con buenos cerramientos y piso en cerámica. Se camina tranquilo, sin mayor temor: se siente que hay vecindad y buen ambiente. Uno pregunta por alguien del sector y casi cualquiera sabe quién es y dónde vive.

Pero nada de eso existía al comienzo, cuando se entregó el urbanismo inicial y las casas ‘peladas’, apenas pintadas de amarillo. La comunidad que hoy lo habita tampoco surgió por generación espontánea. Ha sido un largo camino que comenzó hace once años. Muchos de ellos ni imaginaban todo lo que ha crecido el barrio en extensión, servicios y negocios. 

Entre pescados y dulces

“Cuando llegamos aquí había monte por todo enfrente y de la manzana quince para allá también había mucho monte. No había transporte, uno tenía que coger los transportes en Flor del Campo; a veces se iba el agua y nos tocaba recoger el agua lluvia; no teníamos colegio, no había biblioteca, no había nada de eso. De a poquito fue haciéndose la población del barrio y pasando el tiempo fue que hubo civilización aquí en Bicentenario”.

Quien recuerda esto es Estilita Obeso, palenquera de origen y crecida en el barrio San Francisco, desde donde fue reubicada, como muchos vecinos originales. Aquí llegó con sus tres hijos. En el barrio es bastante reconocida por dos cosas: la venta de pescado y como alma del Festival del Dulce en Semana Santa.

“Yo llegué acá con mis tres hijos y un compañero que tenía entonces. Pedro Luis llegó como de doce años; Jonathan David, de siete u ocho y Wilfredo, de cinco. Los dos pequeños la cogieron fácil pero al más grande le costó más. Gracias a Dios se han criado bien y el mayor es cristiano, está casado y ahora tengo a mis cuatro nietos”, dice Estilita.

“Cuando vine a Bicentenario comencé con un restaurante casero para los trabajadores y contratistas que estaban haciendo las casas. Después hice varios cursos de la Fundación, pero no se concretó nada y entonces comencé con lo del pescado a producir mi ingreso y al día de hoy le doy la gloria a Dios por vivir aquí”.

El negocio del pescado lo tuvo hasta el comienzo de la pandemia, cuando las cosas se vinieron un poco abajo. “Ahora a veces salgo así a vender un dulce. Los hago de cualquier sabor: alegrías, guandú, dulce de papaya, piña con mamey, dulce de coco; si alguien viene y me encarga, los hago con muchísimo gusto”, nos cuenta en la sala de su casa.

“Hace tres o cuatro años es que hemos sentido más el cambio; pero el transporte vino mucho antes, ya tiene años; primero las busetas amarillas, después las de Zaragocilla y al final, Transcaribe: eso ya fue mejor”. 

Como en un pueblo

Ana Rosa Acevedo Beleño es una mujer crecida en pueblo y al llegar acá sus tres hijos, de edades similares a los de Estilita, se sentían igual que en el natal Algarrobo de su mamá, un corregimiento de Villanueva, en Bolívar. Era su primera casa propia, tras vivir catorce años en la casa de la suegra, en Olaya. 

“Ellos se sentían como si estuviéramos en el pueblo porque no había nada. Apenas nuestras manzanas -la mía es la 15– y donde está la Fundación. Ni la manzana 2o ni las que le siguen hasta la 24 existían aún. Había animales de monte y hasta las vacas pastaban por ahí. Con las lluvias salían culebritas y sapos, que todavía se ven de vez en cuando”.

“Yo estaba alegre porque estaba en lo mío, pero entonces en la mañana abría la puerta y veía el poco de monte al frente y todo solitario. No fue fácil porque yo esperaba que estuviera más construido y habitado, tras los dos años que demoró el trámite en Corvivienda”, recuerda.

Mientras que los vecinos provenientes de San Francisco se conocían bastante entre ellos e incluso muchos fueron reubicados cerca de sus vecinos de allá, Ana Rosa venía de otro proceso por desplazamiento y no conocía a nadie. 

“Me fui conociendo con otros vecinos a través de las capacitaciones de la Fundación, que fueron fundamentales para la formación de una comunidad, de las relaciones entre nosotros y de los liderazgos. Yo hice parte del comité de salud y también teníamos las vacaciones recreativas con los niños; eso me ayudó muchísimo a relacionarme”. 

Desde entonces no ha parado, pero quiere cambiar de enfoque. “Me gustaría trabajar con jóvenes, para luchar en el tema del embarazo de adolescentes y porque hay muchos jóvenes en riesgo”, señala. 

Sus hijos han crecido y la enorgullecen. Al mayor fue al que le dio más duro vivir en Bicentenario, acostumbrado a los amigos de la barriada y el colegio en Olaya. Prestó servicio militar y ha trabajado como vigilante; el segundo está estudiando en un seminario para ser sacerdote y el tercero está estudiando en el colegio Gabriel García Márquez, uno de los megacolegios que Ana Rosa y su familia han visto crecer de cero a la vuelta de su casa.

“Cuando ya empezó a mejorar el transporte y se abrió el colegio, el centro de salud vimos que las cosas iban para arriba y ahí sí se sintió la mejora”, dice.

La esquina que no fue

José Ignacio Baldiris González más conocido como ‘El Jimmy’ estaba tremendamente contento con la casa que le otorgaron, era la última de la calle y él veía con gozo el pedazo de lote que había hasta la esquina. Se proyectaba haciendo algo allí. Pero la sorpresa le llegó años después, como ya veremos. 

Venían de Lo Amador, un sector aledaño a la avenida Pedro de Heredia y muy cercano al Centro. “Estábamos pegados a lo que se le llamaba la ‘paredilla’ del colegio de La Salle, que se debilitó y se derrumbó varias partes. Por acá somos bastantes de Lo Amador. En esta calle hay tres o cuatro familias y en la siguiente hay varias familias más. Cuando nos reubicaron, –que fue para la alcaldía de Judith Pinedo– nos vinimos casi todos de la familia San Juan, a la que pertenece mi esposa”. 

“Llegamos con nuestros dos hijos, que entonces eran veinteañeros, y una cuñada. Al varón le dio duro porque no quería venirse para acá, le parecía era muy lejos. Cuando llegamos no había agua, luz ni gas, pero lo que sí había era una mosquitera que nos tenía locos. Encima era temporada de lluvias. Mejor dicho, la pasamos bien feo. Fueron un par de meses complicados, pero al final no fue mucho”. 

Al principio se desesperaban, más porque venían de un barrio que tenía y estaba cerca de todo. “Yo manejaba taxi y a veces era duro llegar por el estado de las vías. Una vez hasta me tocó dejarlo parqueado en Colombiatón y tirar pie hasta acá por un sector que era bastante peligroso pero que ahora se aquietó bastante”.

Cuando se mudaron eran los últimos de la calle; en las casas de enfrente no habitaba nadie porque estaban en los últimos ajustes. Donde ahora están las torres y las casas de dos pisos era puro monte. “Yo salía a caminar por allá con dos nietos míos y otros tres niños de por acá cuando estaba de descanso de pico y placa. Me iba hasta allá para conocer más; en esas caminatas iba peleando con los niños porque ellos se me iban corriendo adelante y yo –Vengan, vengan, vengan– y ¡qué va no me hacía caso, eso era el desastre, pero de los bacanos!”. 

Les entregaron la casa en obra negra, con dos cuartos, una pequeña cocina y el baño ahí. José Ignacio y su esposa optaron por pasar la cocina para atrás y generar un tercer cuarto. Se quedó sin patio, pero con la terraza se solventaba el aire fresco y la luz. Eso le agrandó la sala a la que con el tiempo le puso baldosa. Enrejó la terraza y está esperando a que haya plata para ponerle su cerámica.

“Hay muchos que la tienen así como yo, otros que nada más le han hecho la cocina, un pedacito de patio y así sucesivamente. No hemos levantado el segundo piso porque no hemos tenido plata, pero si tuviera lo levantaría con mucho gusto. La vecina del frente ya tiene por dentro seis columnas para parar un segundo piso cuando se pueda. No muchos lo han levantado todavía”, nos dice sentado en su terraza.

Como coinciden casi todos los vecinos, la primera mejora grande fue la llegada de las rutas de transporte público. “Ya no se iban casi ni el agua ni la luz, los servicios se habían normalizado”. El hijo varón al final cedió y ahora no se quiere ir del barrio; vive todavía con ellos. La hija vivió aquí varios años y ahora está con su esposo y sus hijos en el barrio El Educador.

“Cuando llegamos quedamos en esquina, la casa de al lado ni siquiera la habían delimitado y entonces ahí quedaba un lote bueno. Yo estaba feliz porque la mía iba hasta la esquina -o eso pensaba yo-. Hasta vino un paisano de una ferretería y como vio todo el pedazo de terreno me dijo que le servía para vaciar el triturado y los materiales ahí, que me la compraba. Pero le dije que no, que mi casa no la vendía, yo la anhelaba: no sabía que iban a demarcar ese lote donde guardaba y lavaba el carro”.

 Los tres: Estilita, Ana y José Ignacio están muy amañados, totalmente asentados y con ganas de permanecer en el barrio. Ya pasaron las duras y ahora gozan de las maduras. Y con suerte verán cómo sigue el progreso en el macroproyecto de vivienda de interés social más grande de toda Colombia.

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Bicentenario

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