LUISA ESPINOZA NARVAEZ – La abuela comunitaria

Es una mujer caribe de las de trato suave y buenas maneras siempre. Se tardó en tener hijos, pero los nietos le llegaron a raudales: los propios y los que la vida le ha traído. Y en Ciudad del Bicentenario sí que le han llegado muchos.

“Tuve una infancia hermosa porque me crié entre el campo y el pueblo. Vivíamos humildemente con mis abuelos en una finca que se llamaba “Ojo de Agua”, en Aracataca, pero yo había nacido en Fundación –ambas poblaciones de Magdalena– el 24 de febrero de 1957. Mi abuela, Ana María Mendoza Salgado, fue la figura más importante de mi infancia. Incluso más que papá y mamá. Cuando iba a visitar a mis papás en Fundación yo no quería quedarme mucho tiempo. Enseguida regresaba con ella”.

“Pero a mi papá yo lo adoraba porque fue muy especial conmigo: yo era como su reina. Aunque mi mamá tuvo doce hijos, yo era su primera hija y mi papá, hasta que murió, me tuvo ese cariño especial. Él era una persona muy inteligente y me enseñaba muchas cosas. Con él comencé mi proceso de aprendizaje. Desde ahí le tomé mucho gusto a la lectura, que es mi delirio. Nunca me gustó tomar las riendas de hermana mayor. Eso se lo dejé a mi tercera hermana”.

Cuando aprendió a leer, la abuela las envió a estudiar a Aracataca, donde las cuidaba una señora cercana. Tiempo después la abuela se mudó a Aracataca con ellas y ya no volvieron a la añorada finca de su primera infancia. De ahí se fueron a Fundación, también en Magdalena, y luego, en 1969, a Cartagena. Luisa terminó aquí el bachillerato con las monjas clarisas en el colegio del Buen Pastor. De ahí le quedó la creencia católica: es servidora, proclamadora, catequista y animadora de comunidad.

Catorce, diecinueve, veintitrés

“Vivíamos en Santa María. por los lados de Daniel Lemaitre, que siempre ha sido un buen barrio. El vínculo con mi abuela era intocable: ella venía y yo viajaba en las vacaciones a Fundación. Cuando terminé el bachillerato y quise estudiar el magisterio, mis papás me dijeron que no tenían la posibilidad. Sólo muchos años después hice cinco semestres de Biblia, uno de ministerial y otro de teología como parte de mi formación espiritual”.

Llegó a San Francisco a los catorce años, se casó cuando iba a tener diecinueve y a los veintitrés tuvo su primer hijo. “Nuestra casa en San Francisco era muy hermosa. Allá puse mi colegio por un tiempo largo. En 2010 decidimos mudarnos a San José de los Campanos porque mis hijos estaban dando los primeros nietos y no es que una persona dañe a la otra, pero los ambientes eran distintos. En eso se vinieron los derrumbes en San Francisco. Fue un pesar grande porque muchas casas quedaron que no se sabía cuál era el solar del uno y el del otro”.

Pasado un tiempo les dieron la reubicación y llegaron a Ciudad del Bicentenario. “Fue hermoso porque todo era nuevecito. Ni se comparaba con un Bocagrande porque aquí lo teníamos todo”. Comenzó a trabajar con los niños en la novena de ese fin de año, la primera en el nuevo barrio. “Hice el pesebre en una especie de ranchito, puse a una niña vestida como la virgen María y a otro, de San José. Antes del nacimiento pusimos una sábana entre el pesebre y la gente. Llevamos a un bebé escondido hasta la casita y ahí entonces retiramos la sábana. Fue algo hermoso. Mucha gente se acercó y me dijo que nunca habían visto algo así. Éramos pocos vecinos esa Navidad, pero es algo que aún recuerdan mucho”.

Es muy lindo cuando un niño no sabe nada sobre la lectura: uno comienza a enseñarle las primeras letras y de un momento a otro ese niño ya sabe leer.

Es emocionante porque es abrirle las puertas a un universo. Me alegra y me llena de satisfacción cuando llego a la comunidad y me rodean los niños, me abrazan y yo los abrazo y los beso. Muchas veces la gente me pregunta –¿Son tus nietos?– y yo digo –No, son mis vecinos–”.

Del pesebre a caperucita

En Ciudad del Bicentenario cumplió siete años de vida, llevando el mismo proceso de comunidad que vivió en sus otros barrios. “Pero con más gusto porque hay niños más vulnerables, con falta de amor y cariño. Es que algunos padres no sabemos regañar, no le damos un beso al niño ni lo abrazamos, no le brindamos ese cariño y lo tratamos con palabras que él no entiende. Aquí se me ha crecido la obra un poquito más porque hay muchos niños: son veintiocho torres y cada torre tiene dieciséis apartamentos, que suman casi 450 apartamentos y es raro que no haya uno o dos niños en cada uno. La población infantil de aquí es mayor que en San Francisco. Tranquilamente puede haber trescientos o cuatrocientos niños, solamente en las torres”.

“Estoy con ellos no solo en el aprendizaje. También estoy pendiente de si consigo ropa para los niños; si en la iglesia me brindan mercado, pendiente de llevarlo a la comunidad; si alguien me llama y me dice –Mira aquí tengo unos detalles para niños– pendiente de hacer el reparto”.

“Las actividades con los niños las hago cada quince días, dependiendo de mi tiempo, el de ellos y las tareas de la escuela. Duramos entre tres y cuatro horas dependiendo si es juego o se trata de enseñarles algo. Me gusta mucho referirme a los cuentos y a las historias porque eso se ha perdido. Los papás no les enseñan como antes, cuando los abuelos les hablaban de Caperucita Roja. Ahora pasan metidos en el celular”.

“También los preparo para las primeras comuniones. De la parroquia me llaman –Mira Luisa, se van a hacer las primeras comuniones, ¿cuántos niños tienes?– El año pasado tuve treinta y siete. Por lo general la preparación se hace los sábados por la tarde. En 2021 fueron ocho sábados entre agosto y septiembre y las primeras comuniones, el 23 de octubre. Antes comenzaba en marzo, pero por el Covid fueron más rápido y con menos grupos”.

Luisa anima a una pequeña comunidad de diez mujeres jóvenes, con las que se reúnen los martes de tres a cuatro de la tarde para evangelización y estudio de la Biblia. La Navidad es su época de más trabajo, porque hay que organizar cada novena y la entrega de regalos del 24, que el año pasado fue para 150 niños. “Por suerte la Fundación Santo Domingo y la parroquia me apoyan bastante, como mucha otra gente. El 24 me desocupo en la mañana por si quiero viajar a Barranquilla o Valledupar para pasar Nochebuena y Año Nuevo con mis sobrinas y regresarme en enero o febrero”.

“Uno va cambiando. Yo tuve un modo de ser muy poco amigable y, por mi crianza, pasé por una época de mucha vanidad. Por esa vanidad en San Francisco no conocía a las personas como las conocí luego en San José de los Campanos. Ahora en Bicentenario estoy en comunidad, todo el mundo me conoce, a todo el mundo trato y me quieren bastante. Aún así no soy de las personas que tiene que ir donde la vecina o ella para acá. Eso a mí no me gusta. Entregada a la comunidad sí, pero en mi espacio con mis niños y mi familia. Tras siete años en Ciudad del Bicentenario me siento bien: sí Dios me puso aquí por algo. Nunca se sabe si quizá más adelante me mude, pero en principio estoy aquí tranquila, gracias a Dios”.

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